Del nuevo ciclo político que se avecina sería deseable esperar otra calidad de problemas; una reformulación de las prioridades que exigen ser atendidas, si es que aún aspiramos a ser una nación. Para vergüenza de muchos de nosotros y perplejidad de incontables extranjeros, en la Argentina seguimos discutiendo si el poder debe estar o no sujeto a otra ley que la de la propia conveniencia. Nuestros padecimientos actuales son efecto del desprecio al que está expuesta la Constitución nacional, esa barrera en la que aún tropieza el desenfreno de los omnipotentes.
Son signos inequívocos de ese desprecio los desaciertos económicos y las patrañas financieras, la extendida inseguridad social, el auge inaudito del narcotráfico, el desempleo que se ramifica, la inflación que no cesa y un concepto oficial de la cultura cada vez más parecido al de la mera propaganda.
Si es cierto que el Gobierno está a la defensiva es porque la Justicia no termina de rendirle pleitesía o porque ha empezado a rebelarse contra la pleitesía que le rendía. El poder político la quiere avasallada y le urge multiplicar sus controles sobre ella. No concibe otra manera de acatarla. Santa Cruz, bajo los Kirchner, probó que esa sumisión es posible. Se trata ahora de nacionalizar ese logro provincial.
No es casual el lugar preeminente que las sórdidas alternativas de esta pugna entre el Gobierno y la Justicia alcanzan en el suministro de la información pública. La política, entendida como práctica orientada hacia el desarrollo y la consolidación del progreso social, está lejos de ocupar el centro de la escena porque está lejos de haber ocupado el centro de los intereses del Estado. Las energías del país concentran hoy su atención en la confrontación que tiene lugar entre el afán de ocultamiento de gravísimos delitos y la necesidad de transparentarlos, condenarlos y pasar por fin a otra cosa, si es que esta secuencia de pasos sucesivos es aún posible en la Argentina.
Hablar de democracia en los días que corren significa hablar de cuanto la amenaza. Es decir, de la prosperidad de la delincuencia en todas sus formas, desde el lavado aluvional de dinero a la administración empresarial del Estado. El enriquecimiento ilícito y el simultáneo ensanchamiento de la pobreza son la cara y contracara de un concepto de lo político cuyo despliegue impune dice a las claras de la decadencia argentina. Aturdida por la magnitud de la perversión a la que está expuesta, la mayoría de la sociedad no encuentra todavía a quienes sean capaces de fortalecer en ella la fe en la consistencia ética del cambio, en la sabiduría que connota la idea de una auténtica alternancia entre gobernantes de distinta orientación dentro de un marco republicano y en la insustituible riqueza de una vida parlamentaria regida por el debate veraz de propuestas y el apego a la razón.
A lo largo de los años terribles que corrieron desde 1975 hasta el otoño de 1982, cobró fuerza entre nosotros una desesperanza no menos agobiante con respecto a un porvenir alternativo al que prometían la dictadura y la represión. La tenue claridad de un horizonte innovador empezó a insinuarse entonces lentamente hasta ganar credibilidad en la palabra de quienes supieron persuadir a la sociedad de que los partidos políticos y la Constitución nacional eran capaces de infundirle sentido a la devaluada democracia. Hoy la tarea es, en un aspecto, menos ardua porque la siembra de intolerancia actual, si bien se inspira en un hondo autoritarismo, está lejos de ajustarse al modelo brutal de entonces. Pero, en otro aspecto, esa tarea es mucho más compleja. La significación de los partidos políticos ya no tiene la consistencia que en aquel momento supo recuperar. Y nadie lo sabe mejor que el oficialismo, más confiado en sus recursos a la hora de enfrentar a la oposición que a la hora de vérselas con una Justicia rebelde a sus mandatos.
En vísperas de un año electoral como el que se aproxima, la oposición no acierta todavía con los medios que le permitan reavivar y afianzar el interés de ese nutrido electorado equidistante de todos los partidos y, por lo tanto, poco y nada permeable aun a la comprensión del papel que esos partidos están llamados a jugar en la reconstrucción de una democracia de raíz republicana. Pero a semejante desconfianza no poco contribuye la misma oposición, tercamente segmentada en enconos mejor entroncados en la psicopatología que en diferencias programáticas. El desafío mayor para sus representantes consiste en disolver la apatía que oprime la vivencia de lo cívico. Son millones, en la Argentina, los que están hartos de verse instrumentados por quienes luego de utilizarlos los arrojan al olvido. Remontar semejante pendiente de descrédito requiere imaginación y no sólo consignas fáciles, conocimiento y no sólo tenacidad, una estrategia inteligente y no sólo simpatía y fervor para revertir tamaña indiferencia. Nada más difícil. Nada más necesario si se aspira a generar un sentimiento de comunidad donde hoy impera la atomización.
La democracia republicana ha perdido honorabilidad porque ha perdido eficacia operativa. Quienes debían resguardarla la han envilecido. Y ello no sólo ha sido obra del oficialismo. También hay que contar a muchos de sus adversarios entre los que han hecho aportes decisivos a la ruina de ese ideal. Así como la ambición no reconoce divisas partidarias, tampoco las reconocen la perversión y la ineptitud.
Este fracaso en el logro de una transición eficiente desde el Estado represor y autoritario a una democracia representativa está en la raíz de la inconsistencia republicana de la sociedad argentina.
Entre la palabra que ordena acallar toda disidencia y la que desafía la intolerancia y la censura, se abre una grieta histórica que solo una educación cívica renovada puede contribuir a cerrar. Y en ello, lamentablemente, los partidos opositores tienen, por el momento, mucho que aprender y poco que enseñar.
La Argentina debe modernizar sus problemas. Le falta para lograrlo una dirigencia política capaz de diagnosticar con precisión las causas de nuestros desaciertos históricos sin caer en enfrentamientos recíprocos que debiliten su significación y el alcance de ese diagnóstico. Todavía hoy el país se debate entre dos riesgos predominantes. Por un lado, el que consiste en la fascinación por el error y su repetición. Por otro, en una falta de consensos básicos capaces de generar coincidencias francas en torno al reconocimiento de lo que es indispensable hacer. No hay otro modo de reunir los retazos en que hoy consiste la oposición.
El porvenir no es una ofrenda mecánica ni gratuita que brinda el paso del tiempo. Es el fruto venturoso, arduo, de la capacidad que evidencian los pueblos de reorientar su marcha tras haber perdido el rumbo y entender por qué fue eso lo que les sucedió.
LA NACION
@nib@l 2014