El sargento Barbancho
A los pocos pasos ya iba reparando en que se trataba de una mujer, una muchacha, a juzgar por el largo pelo negro y la postura airosa del cuerpo que, aún inerte, pregonaba su juventud lozana. Estaba sentada y apoyada contra la pared, con la cabeza inclinada a un lado. Un fuerte olor, acre y desagradable, provenía de la muerta, el guardia sacó su pañuelo y se tapó la nariz. Un grupo de curiosos prácticamente cercaba el cuerpo, el sargento, con voz autoritaria, ordenó al número Barea que los apartara, aquello parecía una feria. El guardia civil ejecutó la orden no sin cierta arrogancia pero con competencia, nadie protestó.
Barbancho se agachó ante el cadáver para examinarlo con detalle.
Se trataba, efectivamente, de una mujer joven y por lo que pudo apreciar, a pesar de la sangre seca que le bañaba el rostro, guapa y de buenas hechuras. Tenía cerrados los ojos de largas pestañas y la cara era blanca, ligeramente tostada, imaginó que por la juventud de la víctima ya que las mujeres de la zona, sobre todo las que trabajaban en el campo, se protegían facciones y brazos para no broncearse, la blancura se consideraba signo de elegancia y belleza.
Al reconocerlo con más cuidado tuvo un estremecimiento.
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