miércoles, 4 de octubre de 2017

Que tienen que ver los incendios en la Patagonia con Fútbol paraTodos

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Incendios en el sur, o de las distintas maneras de echarle más leña al fuego

Si yo fuera árbol, me estaría preguntando “¿pero qué carajo es Fútbol para Todos?”.

Incendios en el sur, o de las distintas maneras de echarle más leña al fuego
Si yo fuera árbol, me estaría preguntando “¿pero qué carajo es Fútbol para Todos?”. Y sin embargo se desviaron fondos que correspondían, por la Ley de Bosques, para… ESO. Pero soy humana, y me lo pregunto igual: se puede arder por cosas así. Para ser exactos, 9.900 millones de pesos es lo que correspondía por ley a las provincias por compensaciones ambientales, de los que sólo se pagaron 1.010 millones, el resto se desvió por el camino para pagar el circo, el telón de humo que esconde la hoguera de las vanidades, el delirio humano: no tengo nada contra el fútbol en sí, pero esto nos convierte en campeones del egoísmo detrás de la pantalla de los que no quieren que se vea y de los que no quieren ver.
No es casualidad que en los incendios de la Patagonia hayan faltado aviones hidrantes, y en cambio hayan utilizado aviones fumigadores -los mismos que se usan para regar tóxicos sobre los cultivos transgénicos- es más bien simbólico: para envenenarnos, plata sí hay. Se invierte para eso dinero a montones, y no es casualidad que, por las mismas razones –negocios inmobiliarios, desmonte- al mismo tiempo medio país estuviera bajo el agua y la otra mitad bajo el fuego: hay una relación directa entre la tala de bosques nativos y las lluvias, así como entre la velocidad y la forma en que caen las gotas sobre el suelo desnudo, empobrecido. Tampoco es casualidad que, cuatro años antes de que los árboles fueran brasa y ceniza, el intendente de Lago Puelo, Iván Fernández, haya manifestado públicamente cuáles son las prioridades: “A nosotros no nos interesa ni una ramita de los árboles, lo que nos interesa es disponer de la tierra para poder seguir expandiéndonos”, dijo por Radio Nacional de Esquel.
Ese nos de nosotros y expandiéndonos por supuesto que no incluye a la tribuna que grita gol, ni a los que lloran la pérdida de los bosques de lengas, de los alerzales milenarios, de los coihues. En una Patagonia de belleza y valor incalculables, puesto que pertenece al orden de cosas que no pueden medirse con dinero, que jamás debieron tener precio, están los que se adueñaron de extensiones inmensas de tierra con los mismos métodos, desde la época de Roca hasta acá, pasando por los nazis, las grandes corporaciones extranjeras, los que se hicieron de estancias en la época de la dictadura militar –y que no tienen drama en seguir desapareciendo gente en plena democracia antes de que testifique y les complique sus negocios verdes. Para hacerse dueños absolutos, en su juego, era necesario que la protección de los bosques nativos perdiera su razón de ser: dice la ley que el dueño puede ser propietario del suelo, pero no del vuelo del árbol, entonces, sólo para que un papelito en una escribanía diga “este señor es propietario de esto”, había que cortarles la volada a millones de árboles, y era tan fácil como prender un fósforo. Así se hicieron y se hacen dueños absolutos de sus campitos, por ejemplo, Cristóbal López, cara de póquer y 4000 hectáreas en el Lago La Plata, o Jorge O’Reilly, socio de Sergio Massa, y las 745 hectáreas de terrenos fiscales con bosques nativos en el lago Cholila para hacer el country San Esteban. De paso, ya que estamos, el incendio sirve para tapar las talas ilegales previas… ¿el crimen perfecto?
Escuchen de nuevo la coartada, la versión oficial de cómo se iniciaron las llamas, y díganme con qué se puede tragar esto: dizque un rayo cayó del cielo despejado y por un fenómeno extraño, más que rarísimo, la electricidad permaneció en la tierra diez díashasta que se decidió a prenderse fuego. Algo parecido debió ocurrir con la electricidad que conecta las neuronas en la cabeza de los funcionarios responsables, porque desde que se iniciaron los primeros focos del incendio –algunas fuentes dicen que el día 14, otras el 15, ya para el día 16 la cosa pasó de alarma a grito de auxilio y los pobladores tomaron los baldes en sus propias manos ante tanto desamparo- hasta que la información fuera procesada en sus cerebros, y finalmente provocara alguna reacción en los lerdos y perezosos músculos de los funcionarios a cargo, ya estábamos a 19 de febrero, y el fuego había tenido prácticamente una semana para salirse de madre. Faltó nomás que lo trataran de apagar con nafta, y que no me vengan con un rayo y la caña colihue: los combustibles principales de este incendio fueron la codicia, la negligencia y la estupidez humana.
Mientras los intelectuales modernos se tomaban selfies con su choripán en la Plaza de Mayo o el Congreso –esto hay que decirlo, yo lo vi: para eso sí había multitudes de brazos-, mientras en Córdoba y San Luis braceaban para no ahogarse en el agua, en el sur, la madre de ese bambi más pequeño que es el pudú lo dejaba huérfano para siempre. Y el huemul, ese otro bambi argentino, también ardía con su hábitat. Pumas, zorros, monitos del monte, cóndores, los suelos fértiles y ricos en microrganismos, todo eso y mucho más que no se alcanza a decir del todo con la palabra bosque, todo eso ardía. “Hay una capa de 50 centímetros de ceniza ¿podés imaginarte eso? Hasta las raíces de los árboles se han quemado”, llora la voz que me cuenta.
Cholila jamás se había incendiado. El fuego no forma parte del plan de ese ecosistema. Tan es así que ahí había alerces de tres mil seiscientos años de edad, lo que más duele. Sí, árboles tan antiguos que ya estaban dándole oxígeno al mundo cuando los griegos invadieron Troya, que hicieron fotosíntesis con la misma luz del sol que alumbró los días de Cristo. Contemporáneos a la vez de los fenicios, de Tutankamón y de John Lennon, si pudiéramos comunicarnos con ellos, podrían contarnos la historia de nuestras civilizaciones porque ya estaban ahí, enraizados en Cholila, cuando todos estos acontecimientos surgieron, tuvieron su apogeo, y fueron. Y vienen unos insignificantes, patéticos, mezquinos hombrecitos, y en una semana les prenden fuego. Justo a esos alerces, que ya daban sombra hace rato cuando los mapuches, que sí sabían que eran árboles sagrados, los vieron sobrevivir a los incendios intencionales de Roca –rozadas les llamaban- por los mismos motivos que ahora: para subdividir la Patagonia en cuadrados de 10 kilómetros de largo por 10 de ancho y darle a los amigos del poder un papelito firmado por escribano que diga “usted es dueño de 10.000 hectáreas”. O -no hemos cambiado nada- para vendérselas a extranjeros. Dato curioso, igual que ahora, en la época de Roca se remataban las tierras aún antes de que por ley pudiera dárseles el calificativo de fiscales, jamás las habían visto ni pisado ni amado: eran territorio mapuche. Y lo siguen siendo.
Ahora los mineros, los que quieren hacer frackingcountries o simplemente hacerse una mansión con vista al lago y poner un alambrado para que nadie pase, van a salir con cara de circunstancia y a decir algo así como “bueno, ya que no hay más bosque que proteger, pues…”. Los más psicópatas, los más cínicos, hasta puede que festejen y brinden con champagne porque el fin de los alerces, de los bellísimos bosques de lengas, de los huemules, es el principio de sus negociados: papelito de escribanía, cheque con muchos ceros, porque así de ridículo es en el fondo todo. Pueden esperar tranquilamente los diez años que dice el decreto recientemente firmado por el Gobernador de Chubut, que esas tierras no pueden venderse, mientras hacen algún otro negocito destructivo por otro lado. Y decirnos con cara de póquer que en cien años el bosque se regenera, como si alguien que estuviera naciendo ahora mismo pudiera llegar a corroborarlo con sus propios ojos.
Mientras tanto, yo quisiera echar más leña a ese otro fuego, el fuego sagrado del darse cuenta, de la bronca que nos hace tomar conciencia: no bastan más aviones ni discursos ni recursos, si no hay voluntad humana de algo muy simple: cambiar la mirada, comprender que el mundo no está allí para que lo explotemos, lo destruyamos, que no hay otro mundo al que mudarse cuando este se torne invivible. Y aunque lo hubiera, aunque los astronautas descubrieran vaya a saber dónde, vaya a saber cuándo, algún planeta en el que pudiéramos sobrevivir con cascos y burbujas, basta entrar a un bosque de lengas y sentir cómo todos los colores del otoño te entran por los ojos, sentirse junto a un río, una montaña, mirar el tiempo a través de un alerce milenario, para comprender para siempre que este mundo es único e irrepetible, que no hay sitio para nosotros si no aprendemos a amarlo.
Si yo fuera árbol, huemul, lo sabría: todos estamos profundamente interconectados. Es mi parte de tierra la que llora los bosques que ha perdido.

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@nib@l  2017

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