Matilde debe morir
Hallará en esta novela, amable y ocioso lector, características habitualmente atribuibles a ciertas prácticas lúdicas. Y usted reconocerá, a medida que avanza invariablemente de página, que ya no es un simple espectador, que no tiene permitido semejante privilegio y que no podrá escapar de la historia. Entonces, presa de un reto ineludible, usted no tendrá otra opción más que abandonar su actitud de lector despreocupado. No habrá lugar para la pereza: para eso sobran los días, la desdeñable realidad. Y, como ya hemos dicho que esta pequeña novela podría confundirse erróneamente con un juego —con un juego inocente y sencillo—, usted querrá jugar. Y será lógico que quiera ganar: en todo juego hay ganadores y perdedores, claro. De modo que se abren las apuestas. La banca le pone unas fichas a este tal Omar Weiler. Pero sin dejar de vigilar al insulso de la mesa 4. Ese que será usted, y que también apostará. Incluso cuando se le indicará que esto no es un juego. Usted, que jugará incluso después de la advertencia inicial.
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