La peste
Transcurre en Orán, Argelia, en plena ocupación francesa. Ya no es una, dos, son miles de ratas muertas por día. Y enseguida, lo previsible: el primer humano enfermo. Y el primer muerto. Hay que hacer algo, claro, pero primero hay que aceptar que la peste ha llegado. Empezando por las autoridades.
La ciudad -¿les suena?- será puesta en cuarentena y muros adentro se verá lo mejor y lo peor de la especie humana. Falta suero. Y hay quienes prefieren no alarmar, que mejor esperar, que veremos si es para tanto.
El doctor, mientras tanto, será el héroe ético, el hombre preocupado por detener el mal. «No debemos obrar como si la mitad de la población no estuviese amenazada de muerte, porque entonces lo estará», dice.
Las pestes, en la historia, han matado y han pasado. El doctor Rieux sigue alerta porque, dice el narrador, «él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».
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